viernes, 3 de agosto de 2012

Relato 2 - Elisabeth Haggram























Elisabeth Haggram procedía de una familia adinerada del sur de Misisipi, la cual poseía los mayores campos de algodón del estado.
Elisabeth siempre había estado en contra de tratar a esos pobres hombres y mujeres cómo los trataban en su familia, pues eran obligados a trabajar durante doce horas diarias bajo el terrible sol de verano del sur.
Los últimos días del verano eran los peores del año, ya que los esclavos de raza negra que allí trabajaban acababan enfermos y tediosos por las altas temperaturas, y muchos morían a causa de insolaciones.
Elisabeth, que por entonces tenía diecisiete años, no podía evitar compadecerse de aquellas personas que malvivían obedeciendo a las órdenes de su padre y su tío, los cuales regentaban los campos y llevaban la fábrica de algodón más famosa del país, "Haggram & Company Cottonfield".

-¡Elisabeth!-gritó su madre una de esas mañanas en las que la protagonista se sentaba en el porche se la casa de campo y contemplaba, apenada, a niños, mujeres embarazadas y algunas personas demasiado mayores, en su opinión, que tosían y se agachaban con caras de amargura a recoger la flor del algodón.
-¿Si, mamá?-preguntó, ya por inercia, levantándose de un salto de su mecedora.
-Hija mía, tenemos un gran problema. La embobada de la cocinera ahora no puede ahora encargarse de este pobre chico.-y, tras sí, mostró a otro esclavo, que no tendría más de dieciseis años, que presentaba numerosos cortes en sus brazos flácidos. Aquel chico le sonaba... ¡sí, claro que le sonaba! A menudo, desde hacía muchos años, lo había visto contemplándola con discrección desde los campos, mientras ella leía, cosía o jugaba con sus hermanos cuando era más pequeña.
Siempre le había llamado la atención. Tenía una sonrisa realmente hermosa, cuando sonreía, se formaban sobre sus mejillas unos graciosos hoyuelos, y también tenía un curioso gesto cuando sacudía sus cabellos rizados y negros al viento para apartarlos de su cara.
Volvio a la realidad y comprobó, con preocupación, que  algunos de los cortes eran tan profundos que se veía con facilidad la carne bajo su piel oscura. Esto revolvió el estómago a Elisabeth, pero debía ayudar al muchacho, ya que su madre jamás lo haría.
La hija depositó al joven esclavo en un mullido sillón de la entrada, un lugar poco frecuentado por  los esclavos de la familia Haggram, ante la despreocupada mirada de su madre, que parecía maldecir para sus adentros tanto cuidado con un esclavo.
La madre de Elisabeth se marchó con la excusa de que necesitarían sus labores las ayudantes de la costurera, y subio las escaleras con una increible rapidez y agilidad.
-¿Como te llamas?-preguntó Elisabeth mientras desenrollaba los vendajes de un pequeño botiquín.
-Ar...arnold...-repondio este, ruborizado. Pocas veces había hablado con un miembro de la familia Haggram. Y era extraño que le dieran ese trato, pensó.
-Yo soy Elisabeth, a lo mejor ya lo sabías.-contestó ella, con una radiante sonrisa que dejó al descubierto sus brillantes dientes blancos como perlas.
Ambos intercambiaron una sonrisa. <<La señorita Elisabeth es muy amable>>, pensó Arnold, <<No como el resto de su familia.>>
También se fijó entonces en sus enormes ojos del color de la miel y en sus sonrojadas mejillas, aunque todo esto, después de observarla día a día durante seis años, bien lo conocía. Su pelo rubio también era realmente bonito y resaltaba sus dulces facciones con ese tocado con trenzas que llevaba. Era realmente hermosa.
En ese momento el señor Haggram abrió con ímpetu la puerta de la entrada acompañado por uno de los hombres que ayudaba a controlar el negocio y, sin reparar en su hija, gruñó, "¡Ah, estás aquí, joven granuja, ya has descansado bastante!" y lo empujó fuera de la casa. Pero Arnold estaba feliz y sonrio una última vez a Elisabeth.
Pero la señorita Elisabeth y Arnold sabían que eran muy distintos, y su amor, por esto mismo, era un amor imposible.


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