PRÓLOGO
Si bien muchos
calificaban a la joven Miss Ainsworth de escéptica y terriblemente
realista, nadie podría creer ahora mismo la historia que me dispongo
a contar, quizás porque desde las primeras páginas de esta novela
es notable lo distinto del carácter de Beatrice de lo que sus
conocidos pudieran pensar. Y si alguien no cree poseer la suficiente
imaginación como para ver a Miss Ainsworth como protagonista de esta
historia, le aconsejaría por propia conveniencia que no continuase
con el relato de lo sucedido, pues no verá en esto más que una
mentira dividida en tres partes. Si también dudan de la capacidad de
su hermana Rhoda, será mejor que tampoco inicien la lectura, porque
posiblemente para ustedes sea complicado imaginarse a la menor de las
Ainsworth como la heroína que demuestra ser aquí.
Pero no pienso
proporcionarles más adelantos sobre la historia. De modo que, si
realmente están interesados en conocerla, solo tienen que leer las
siguientes páginas. Yo, por mi parte, proseguiré con la redacción.
PRIMERA PARTE
Miss Beatrice Ainsworth
procedía de una familia de muy buena posición y con unas rentas más
que elevadas, y esto, unido a su encantadora belleza y a su
reconocida inteligencia, hacía de ella si no la más admirada, sí
una de las más pretendidas de la zona.
Northallerton se hacía
pequeño para el ansia de la familia Ainsworth por agrandar su
círculo social, por lo que en numerosas ocasiones Mrs. Ainsworth se
veía obligada a dirigirse a otros lugares de Yorkshire acompañada
por sus cuatro hijos en aquellos momentos en los que su marido, por
cuestiones de trabajo, se veía obligado a separarse de su hogar
durante un largo período de tiempo.
Aunque le doliese
hacerlo, Mrs. Ainsworth siempre permitía que sus hijos se
trasladasen a lugares lejanos durante bastante tiempo, pues
consideraba primordial darles la oportunidad de conocer a la mayor
cantidad de personas de alta sociedad posibles.
El interés de Mrs.
Ainsworth por la posición social de sus hijos, así como por sus
respectivos círculos de amistades estaba claramente influenciado por
la actual situación económica de la familia.
En primer lugar, el
general Sir George Ainsworth pasaba fuera de la región tantos meses,
que casi se podía decir que vivía más fuera que dentro de casa.
Sin Sir George no les estaba permitido a los Ainsworth adquirir
ningún bien por cuenta propia excepto lo estrictamente necesario, y
esta medida tomó más fuerza en especial tras los despilfarros
cometidos por George, el mayor de los hermanos, y, en consecuencia,
el heredero de la fortuna.
Ante la chimenea, cuyos
leños consumidos emanaban un olor hogareño e invernal, Mrs.
Ainsworth se entretenía con sus labores de costura mientras el perro
de la casa dormía a sus pies. No podía evitar refrotarse los ojos
cada pocos minutos, pues a la escasa luz de la lumbre le era
imposible realizar su labor sin que estos se le enrojecieran. Fuera,
tras la amplia ventana, se entreveía una estrecha carretera donde
convergían a su vez varios caminos. Esta, rodeada de valles, se
extendía más allá de donde se alcanzaba a ver desde la ventana.
Apoyada en el marco, con la mirada perdida y profundamente sumida en
sus pensamientos, Beatrice escudriñaba el oscuro e inalcanzable
horizonte tras los valles, justo en el punto en el que el sol había
desaparecido tras las verdes colinas ahora teñidas del color de la
ceniza. Unos últimos rayos de luz despuntaban desde más allá de
las montañas y daban al muro de piedra que rodeaba el jardín un
aspecto menos fantasmal de lo común. En esa época del año el campo
aún no estaba cubierto de nieve, ni las cumbres estaban todavía
teñidas de blanco. Fuera se respiraba un aire fresco y limpio, el
ambiente estaba completamente alejado del bullicio y la muchedumbre
de la gran ciudad, y en la lejanía, sobre el páramo, se divisaba
una neblina gris y densa como una flor de algodón.
Una nueva presencia en la
sala acabó por arruinar la apacible escena que se podía contemplar
en la habitación.
Era
muy alto, de constitución delgada pero fuerte, sin llegar a ser
larguirucho. Su expresión mostraba impaciencia y felicidad en una
conjunción perfecta del arqueado de sus cejas y el brillo de sus
ojos.
Su rostro se
caracterizaba por una frente despejada de quién no tiene demasiadas
preocupaciones en su vida. Su tez era excesivamente blanca, y
contrastaba con sus cabellos oscuros. En sus rasgos delicados tenía
un parecido notable con su hermana Beatrice, que a su vez recordaba a
su madre.
Barrett Ainsworth entró
en la sala con sus fuertes pasos, que hacía crujir la madera más
que los pasos de ningún otro habitante de la casa. Nadie pareció
notar al visitante. El perro se removió en su sitio y, tras
estirarse, se acercó a olisquear a aquel visitante que osaba
interrumpir su descanso. Éste acarició su cabeza con ternura, y
luego se acercó a donde se hallaba su madre, que lo apartó
suavemente para que no se interpusiese entre la luz de la chimenea y
ella.
-Madre-dijo Barrett con
el tono propio de quien pretende hacer un anuncio-. No os vais a
creer ni tú ni Beatie lo que os vengo a contar.
Después dirigió su
mirada ansiosa hacia su hermana, que se la devolvió con fingida
ansiedad, pero en realidad pensaba en el incordio que suponía
siempre su hermano para ella. No había una voz que le diera tanta
rabia, ni una presencia que la increpase más que las de su hermano,
que parecía elegirla siempre a ella como predilecta en sus
confidencias y hasta en sus comentarios más carentes de interés.
Estaba segura de que, si estuviera sola en esos precisos momentos,
Barrett empezaría a contar con excesivo detalle su noticia. Sin
embargo, gracias a su madre, se vería obligado a acortarla, pues
todos los habitantes de la casa mostraban su tendencia a evitarlo,
excepto Beatrice, cuyo corazón, grande por naturaleza, le impedía
desembarazarse de la constante presencia de su hermano.
-Y bien,
Barrett-intervino la señora de la casa-, ¿de qué se trata esta
vez?, ¿un nuevo potro para tu colección?, ¿o quizás…?
-No, mamá-interrumpió
él-. Nada de eso. Se trata de la mansión de las Colinas Del Viento.
Tiene nuevo dueño.
Esta noticia causó tal
turbación a Mrs. Ainsworth que tuvo que dejar su labor y mirar a su
hijo incrédula.
-¿Colinas del viento?
¿Quién? Eso es imposible… esa casa vale una fortuna… De modo
que esa familia… Toma asiento, hijo; no te quedes ahí de pie. Por
favor, siéntate aquí conmigo y cuéntame más.
Barrett obedeció a su
madre, y el interés de la misma se acrecentaba a medida que relataba
lo ocurrido.
-Esta mañana, cuando me
acerqué a casa de Tom, todos parecían muy ajetreados. Al principio
no le di importancia, porque ya conocéis la naturaleza inquieta de
la familia Martin. Desde fuera, era todo un espectáculo el que
ofrecía: toda la calle estaba llena de trabajadores y transeúntes
aparentemente muy atareados, pues iban de arriba abajo cargando cosas
o contando noticias a alguien que llegaba. Pero cuando entré en casa
de Tom, me comentó que no soportaba lo nerviosa que se había puesto
hoy toda la gente por culpa de esos nuevos vecinos. Después me
siguió hablando acerca de lo insoportable que se le hacía su madre
diciendo que enseguida deberían ir a conocer a la familia, pues no
sé cómo, se habían enterado ya todos de que los que se instalaban
eran una familia. Y yo le contesté a Tom que en nuestra casa nadie
había mencionado nunca a los nuevos vecinos, por tanto debí suponer
que nadie estaba informado, ¿o sí?, de modo que le pedí que me
contara con todo detalle de quienes se trataba, ¡no es habitual
tener nuevos vecinos por aquí!
>>Él me explicó
que por lo que había escuchado a la señora Martin, se trataba de
una familia de origen irlandés y el señor Morrison es un hombre de
negocios de su importancia. No me informé mucho más, pero creo que
el matrimonio tiene dos hijos, y de que la casa fue comprada al menos
un par de meses atrás, pero prefirieron que no se extendiera el
rumor de los nuevos vecinos hasta que se hubieron instalado
debidamente. Y así ha sido hasta la tarde de ayer.
Mrs. Ainsworth había
desviado su inquisitiva mirada desde su hijo hacia el fuego, que
soltaba sus últimas llamas como un brote verde que se aferra a la
vida en un árbol moribundo. Barrett se inclinó y avivó un poco el
fuego. Mientras, su madre no apartó la mirada de las casi extintas
llamas.
-Siempre es agradable
conocer a nueva gente -comentó Beatrice, que había dejado de mirar
por la ventana desde hacía un rato. Detrás de ella no se veía más
que una corta extensión de hierba hasta la valla, y más allá tan
solo se podía contemplar la negrura de la noche en los páramos-. Y
dime, Barrett, ¿se lo has comentado ya a los demás?
-No, aún no… pensaba
decírselo ahora mismo.
-Sí, será mejor que
vayas. Estoy segura de que les interesará la noticia tanto o más
que a mí.-y, tras este comentario, Barrett se apresuró a salir de
la salita.
En cuanto se cerró la
puerta, ambas volvieron a sus respectivos entretenimientos.